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Abigail

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Abigail, está apoyada en un árbol, con su guitarra, que vendría a ser como tener un tercer pulmón. Está absorta, lo que nos dice que está componiendo la melodía todavía. La forma de sus manos indica que sabe tocar. Y ese fondo impreciso del bosque, muestra que su mirada se extiende por dentro, viajando al pasado, volviendo al presente. Para que de esa catarsis, surja una canción que cuelgue de la eternidad como rocío que cuelga como perlas encadenadas; según dice el poeta.

Quizá, Abigail siempre ha querido convertirse en música. Tiene que esperar al momento sin frases en que ni siquiera se podría decir que ella flota en la música. O, mejor dicho, aunque el mundo desapareciera quedaría la música.

La música no nace. Está allí, al alcance de todo oído. Abigail, al despertar esta mañana, ha visto cosas, aquí y allá, objetos, por ejemplo. Cada cosa solitaria y su conjunto. Todo esto ya tenía nombre. ¿Necesitaba otro lenguaje, otra mano, otro par de ojos, otra flauta?

Su alma, como la música, están hechas de la misma sustancia etérea. Y juntas, en una preciada combinación química, hacen que la eternidad exista, persista.

Alma

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Alma está meditando. Se ha hecho consciente de su espiritualidad, de esa dicotomía entre el cuerpo y su psique, por lo que la luz del sol que la atraviesa de fondo, hace que la veamos translúcida, confundiéndose con el bosque. Con esas ramificaciones neuronales de la naturaleza que simulan un rayo marcando el cerebro del universo.

De alguna manera, estamos viendo sólo su alma triste. Triste como la rama que deja caer su fruto para nadie. Más triste, más. Como esa mano que del cuerpo tendido se eleva y quiere solamente acariciar las luces, la sonrisa doliente, la noche aterciopelada y muda.

Ella, sabe que, dentro de su alma libre de pensamientos y emoción, ni el tigre encuentra sitio para meter sus fieras garras. Vacío perfecto. Sin embargo, ahí, algo se mueve siguiendo su propio curso. El ojo la ve, pero ninguna mano puede atraparla. Como esa luna en el arroyo.

Alma se ve como un árbol. Lo normal es que nadie se dé cuenta al principio. También están exhaustos, cientos de años atascados en el mismo sitio; hermosos paralíticos. Sienten que los observamos. Envidian la alegría de ser un blanco móvil.

Mientras va saludando a las ramas, pide que los árboles alcen la frente, que miren hacia arriba. Así verán más de lo que nunca les pareció posible.

Alma, fuera de su cuerpo, planea delicadamente sobre su triste forma abandonada. Alma de amor que vela y se separa vacilando, y al fin, se aleja tiernamente fría.

Shanyuan

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Shanyuan se está bañando sin frotarse el cuerpo, lo que nos indica que es una ceremonia placentera. Una húmeda caricia fresca cayendo sobre sí misma.

Esos ojos cerrados con su sonrisa cómplice, nos indican que sabe que la estamos mirando. Y de pronto, en aquel viejo estanque,
salta una rana,
suena el agua.

Su pose es erguida, firme, quizá debido al kung fu. Un arte que la ha hecho crecer en la disciplina del cuerpo para su autodefensa. Shanyuan sonríe y al verla, queremos bañarnos también en ese estanque. Probar su tibio cauce.

Shanyuan se baña en su fuente de montaña. Como un agua reunida, su discurrir mana y vuelve a manar en un ciclo sin fin.

Los árboles, parecen sauces cuando allí se inclinan, y los matorrales que dan muestras del otoño, rayos de fuego. Es una geometría y no una fantasía musical de figuras deformantes, aunque cada fluida variación adecuada al tema del cual se aleja, suena antes: es una consistencia, la fibra de esa cantidad de agua palpitante.

Shanyuan, nunca ha sentido dos veces lo mismo respecto al salpicado río que sigue fluyendo y nunca dos veces el mismo. Había tanto de lo real, que para nada era real.

Si ella fuera llamada a crear una religión, debería recurrir al agua. Ir a misa, supondría un vadear para secar ropa distinta; su liturgia emplearía imágenes del baño, un furioso y fervoroso empaparse. Y levantaría hacia el este un vaso de agua, donde en cualquier ángulo, la luz se congregase interminablemente.

Clara

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Clara, lo ve todo en blanco y negro, como dice la canción. Lo verde, que no es verde de noche, la rodea en un abrazo fresco. O quizá, se está abriendo paso entre una maleza que quiere atraparla. 

La vemos de pie, en medio de la soledad del bosque. Clara se sorprende por la precisión con que los árboles acomodan sus frutos exquisitos dentro de esas bolsitas de madera.

De pronto, se retrae el trabajo de los robles. Parece que cruza un navío de otros mundos con su luz conmovedora. Clara, sin saber por qué, siente miedo, e intenta huír. Aunque esa nave astral ha hecho crecer cosas nuevas, —y un duro cantero de azucenas la detiene.

En las sendas, Clara piensa cosas puras. Ella al lado de sí misma, fugitiva, pensativa, en medio de las flores más oscuras. Después, muy lejos, en la sombra densa de aquel íntimo bosque rumoroso, muere a solas sobre el blando césped.

Más tarde, arriba, en medio de la luz inmensa, ¡ah, amiga del silencio más hermoso! Clara se encuentra a sí misma, otra vez, llorando. Y al escapar —como una ardilla—, su lloro tiembla aún con cada hoja.