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Daniela

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Daniela, está a punto de subirse al caballo de sí misma. Es una decisión determinante. De alguna manera, se ha dado cuenta de que es mejor comenzar, que esperar.

Su caballo es blanco. Cuentan que pasó como una sombra. Que galopaba como noticia que va corriendo todos los días hasta la fuente, —agua y sonidos blancos, jaurías blancas y galgo crepitar.

Daniela cierra los ojos para sentirse, que es como asomarse, pero hacia dentro. Contempla su caballo agonizante, junto al pozo de aguas oscuras y las gallinas a su alrededor.

Seguramente, su caballo no conoce los aspectos que han sido necesarios para que Daniela, decida subirse a él. Por lo que intuimos, habrá una transfusión de causas en ambas direcciones hasta los dos ser uno. Así, abrirá los ojos al mundo.

Daniela, loca de sí, cordero de sí, caballísima de sí, comprenderá que al fondo de todo esto
duerme un caballo blanco, un viejo caballo largo de oído, estrecho de entendederas, preocupado por la situación.

El pulso de su velocidad es la madre que lo habita: los niños lo montan como a un fantasma; lo escarnecen, y él duerme durmiendo parado ahí, en la lluvia, oyendo todo mientras pinto estas dieciséis líneas. Sabe que es el rey.

Ángela

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Todo en Ángela es candoroso. Su piel canela, su oscuro pelo ondulado, su sonrisa. Ángela se recuerda de niña, y se ha subido a ese columpio en el que jugaba aquellos días estáticos e interminables.

Ese columpio bajo el árbol del destino inició a Ángela en los paréntesis, en la melancolía, en la inutilidad de los esfuerzos para ser distinta. Un lugar donde ella quemaba sus reservas de imposible, sus últimas metamorfosis.

Entre el sí y el no, entre el enigma y el sueño, entre el dolor y el placer, se mece ella con destreza. Hace que el mundo sea irreal. Se columpia en las nubes; donde el viento es su amigo y el cielo azul un abrigo.

El columpio la devuelve a ese rincón del universo donde el alma escribe versos y al pasado nunca vuelve. Ah columpio de la infancia, que tan alto la llevaste y en el susurro del aire, sus sueños olvidaste.

Ángela sube, el viento la levanta. Va subiendo y el cielo tiembla; y en esa cuna luminosa, la eternidad la contempla.

Emma

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Emma se hace falta. Se necesita. Por eso se ha puesto ese chal de ganchillo blanco. Para que su abrazo sea más cálido. De la misma manera que su pelo rodea amorosamente ese rostro ensimismado.

Y lo demás no existe.

Emma está pensando, se abraza la razón. Es un abrazo corto, pero intenso. Un salto mortal hacia la vida. Una prueba irrefutable de que, la vida, a veces, te regala argumentos contra la soledad.

Emma ha descendido a su sótano y en algún lugar de su esqueleto, ha palpado su hueso sin esperanza. Está encantada, hechizada: está en el sueño, sin dormir; está en la voluptuosidad infantil del adormecimiento.

Para Emma, es el momento de las historias contadas, el momento de la voz, que viene a fijarse, a dejarnos atónitos. Es el retorno a la madre que de sí misma es en la calma tierna de sus brazos. Con su ronroneo en medio de la ceniza.

Belinda

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Belinda se asoma a la vida con la mitad de la cara en sombra. No sabemos si es por el sombrero de ala ancha andaluz, o porque ha visto algo luminoso al final, y, llena de curiosidad, ha decidido acercarse a ese foco que la contempla.

Si la dama del silencio llega decapitando los tulipanes, ¿quién gana? ¿quién pierde? ¿quién se asoma a la ventana? ¿quién pronuncia primero su nombre?

Se podría decir que la luz ha querido pillar desprevenida a Belinda, pero vemos en ella el rigor de esos labios rojos con su mirada cristalina. O tal vez, ha abierto el armario lleno de sombra. Y está viendo cánulas, metileno, cintas con leyendas doradas, crucifijos y tejidos nupciales, su blancura inmóvil en sí misma.

Antes de que la luz llegue a su ansia muy de mañana, de que el pétalo se haga voz de niñez, vivimos su sombra alzada y sorprendida de humildad, nunca oscura. Con su sal y azúcar.

Belinda medita en un rincón del claustro de las sombras, allí, donde los sueños exaltan sus luces cándidas y humosas.