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La anciana feliz

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Lo primero que me llama la atención de esta anciana feliz es su estatura, que seguramente no tiene nada que ver con la pose agachada en la puerta de su humilde hogar.

La anciana está feliz, que no es lo mismo que contenta. Al llegar a cierta edad se puede comprobar, cómo algunas personas, se vuelven más flexibles, en lugar de rígidas, inamovibles, con un derecho a existir mayor que el de los demás.

Esta actitud vendría a ser la verdadera madurez. Sana para uno mismo y para los otros. La anciana feliz tiene un rostro de paz, con ese brazo izquierdo que se dobla en una postura nada incómoda para ella. Como si todavía fuese la niña de sí misma.

Hay un árbol de magnolias, que a lo lejos se confunde con la abuela. De cerca, es el aparador de donde ella sacaba el almíbar y las tazas. De ella bajaban los ladrones; Melchor, Gaspar y Baltasar; de ella bajaban los pastores y los gatos; esos pastores enamorados como gatos.

Muñeca, ¿estás en venta?, le dirá el Diablo.

Esclava negra sosteniendo criaturitas, inmóviles, nacaradas. Virgen María de velo negro, de velo blanco, allá en el patio. Ella es la abuela, la mamá, todo es ella, con su eterna juventud, su vejez eterna. Vejez eterna que no se ve, muchachos, principalmente eso, que no se ve.

Niña de Comunión, niña de novia, niña de muerte. De ella sacan las estrellas como tazas, las tazas como estrellas. Te has quedado lejos, te has ido lejos, pero voy retrocediendo hacia ti, avanzo hacia ti. Te veré en el cielo. No puede ser la eternidad sin ti.

Nerea

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Nerea, con su mirada, nos dice que no podemos tomarle el pelo. Cuando era niña, ya sabía callarse. Por esto, sus intervenciones son precisas y oportunas. Se dice, que, en Finlandia, las conversaciones triviales son casi inexistentes. Los finlandeses no sienten necesidad de llenar sus silencios.

Nerea, en su habitación, a solas, se dice a sí misma: (sólo por molestar, por abusar de la paciencia) ¿Es ésta la taberna sin un vaso, ni vino o camarero, en la que soy la cliente largamente esperada?

El color de la nada es azul. La golpea con su mano izquierda y la mano desaparece. ¿Por qué estoy entonces tan callada y tan feliz? Se pregunta Nerea.

Rellenando este espacio con sustancia, finlandesamente, podríamos decir que la otra cara de la moneda vendría a ser el silencio de los corderos. Ese horror vasto y sin nombre es que los vecinos puedan dormir toda la noche, todas las noches, sin despertarse, porque ninguno oye ni escucha el incesante e insoportable balido de los corderos cuando se los llevan al matadero.

Si Nerea fuera ella daría todo lo que es suyo y confiaría su futuro al futuro. Pero no se fía, —y hace bien.

Lucinda

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De alguna manera, Lucinda, que posa sin sombrero, se ha dado cuenta de lo que ella transmite al ser observada. Ha salido con su ser desnudo para pasearse por los caminos de la vida. Y en un momento dado, ha dicho: “Ahora, soy yo la que va a mirar”.

Por eso ha sacado su cámara de fotos. Porque en las fotografías, se ve un rostro, pero el alma no está allí. El papel recuerda, pero no ama. Es sólo un eco del mundo olvidado, un susurro en el aire.

Lucinda dispara con su cámara y la fotografía tiembla porque el pasado es débil. Un instante robado al tiempo, un espejo que no refleja. Y su silencio se parece al olvido. Esas fotos amarillas se apoyan en la mesa cansada. Parece que ríen, pero es mentira. Se fueron, se fueron dejando su instante pegado en un papel sin vida.

En estos momentos atrapados en papel hay una quietud que engaña. El viento no se siente, las palabras no se escuchan, pero allí estás, inmóvil, como si nunca hubieras respirado. El invierno ha sellado su verdad, cae la nieve, y nuestras lágrimas no pueden derretirla.

Abigail

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Abigail, está apoyada en un árbol, con su guitarra, que vendría a ser como tener un tercer pulmón. Está absorta, lo que nos dice que está componiendo la melodía todavía. La forma de sus manos indica que sabe tocar. Y ese fondo impreciso del bosque, muestra que su mirada se extiende por dentro, viajando al pasado, volviendo al presente. Para que de esa catarsis, surja una canción que cuelgue de la eternidad como rocío que cuelga como perlas encadenadas; según dice el poeta.

Quizá, Abigail siempre ha querido convertirse en música. Tiene que esperar al momento sin frases en que ni siquiera se podría decir que ella flota en la música. O, mejor dicho, aunque el mundo desapareciera quedaría la música.

La música no nace. Está allí, al alcance de todo oído. Abigail, al despertar esta mañana, ha visto cosas, aquí y allá, objetos, por ejemplo. Cada cosa solitaria y su conjunto. Todo esto ya tenía nombre. ¿Necesitaba otro lenguaje, otra mano, otro par de ojos, otra flauta?

Su alma, como la música, están hechas de la misma sustancia etérea. Y juntas, en una preciada combinación química, hacen que la eternidad exista, persista.