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Ángela

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Todo en Ángela es candoroso. Su piel canela, su oscuro pelo ondulado, su sonrisa. Ángela se recuerda de niña, y se ha subido a ese columpio en el que jugaba aquellos días estáticos e interminables.

Ese columpio bajo el árbol del destino inició a Ángela en los paréntesis, en la melancolía, en la inutilidad de los esfuerzos para ser distinta. Un lugar donde ella quemaba sus reservas de imposible, sus últimas metamorfosis.

Entre el sí y el no, entre el enigma y el sueño, entre el dolor y el placer, se mece ella con destreza. Hace que el mundo sea irreal. Se columpia en las nubes; donde el viento es su amigo y el cielo azul un abrigo.

El columpio la devuelve a ese rincón del universo donde el alma escribe versos y al pasado nunca vuelve. Ah columpio de la infancia, que tan alto la llevaste y en el susurro del aire, sus sueños olvidaste.

Ángela sube, el viento la levanta. Va subiendo y el cielo tiembla; y en esa cuna luminosa, la eternidad la contempla.

Emma

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Emma se hace falta. Se necesita. Por eso se ha puesto ese chal de ganchillo blanco. Para que su abrazo sea más cálido. De la misma manera que su pelo rodea amorosamente ese rostro ensimismado.

Y lo demás no existe.

Emma está pensando, se abraza la razón. Es un abrazo corto, pero intenso. Un salto mortal hacia la vida. Una prueba irrefutable de que, la vida, a veces, te regala argumentos contra la soledad.

Emma ha descendido a su sótano y en algún lugar de su esqueleto, ha palpado su hueso sin esperanza. Está encantada, hechizada: está en el sueño, sin dormir; está en la voluptuosidad infantil del adormecimiento.

Para Emma, es el momento de las historias contadas, el momento de la voz, que viene a fijarse, a dejarnos atónitos. Es el retorno a la madre que de sí misma es en la calma tierna de sus brazos. Con su ronroneo en medio de la ceniza.

Belinda

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Belinda se asoma a la vida con la mitad de la cara en sombra. No sabemos si es por el sombrero de ala ancha andaluz, o porque ha visto algo luminoso al final, y, llena de curiosidad, ha decidido acercarse a ese foco que la contempla.

Si la dama del silencio llega decapitando los tulipanes, ¿quién gana? ¿quién pierde? ¿quién se asoma a la ventana? ¿quién pronuncia primero su nombre?

Se podría decir que la luz ha querido pillar desprevenida a Belinda, pero vemos en ella el rigor de esos labios rojos con su mirada cristalina. O tal vez, ha abierto el armario lleno de sombra. Y está viendo cánulas, metileno, cintas con leyendas doradas, crucifijos y tejidos nupciales, su blancura inmóvil en sí misma.

Antes de que la luz llegue a su ansia muy de mañana, de que el pétalo se haga voz de niñez, vivimos su sombra alzada y sorprendida de humildad, nunca oscura. Con su sal y azúcar.

Belinda medita en un rincón del claustro de las sombras, allí, donde los sueños exaltan sus luces cándidas y humosas.

Lorena

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Lorena irradia belleza natural. Sin maquillaje, nos muestra su sonrisa sincera. ¿Para qué queremos más? Por su mirada, no sólo nos demuestra que sabe amar, sino que también sabe amarse a sí misma. Algo necesario para poder recorrer la senda de la felicidad.

Seguramente el poeta pensó en ella con exactitud, deseándole algo que ningún otro haría. No lo de siempre, que sea hermosa, o un manantial de inocencia y amor.

Si no fuera una chica con suerte, entonces, que sea del montón; que tenga, como otras mujeres, talentos habituales. Que no sea fea ni guapa. Nada fuera de lo corriente que rompa el equilibrio, que impida que todo lo demás funcione. Si así se llama a una manera hábil, atenta, flexible, discreta y fascinada, de alcanzar la felicidad.

Lorena no florece, llamea. ¿Qué hemos hecho para ser dignos de esta gloria? Mañana, ya no habrá rosas —pero la mirada conservará su incendio.