Liza Serpova

‘¿Bebe usted, Thrace? –Sólo en exceso’, dicen los personajes de cierta película. Algo similar sucede con las piernísimas de algunas mujeres: parece que sólo se considera que tienen piernas si son unas piernísimas, un exceso.

Ahí arriba, en lo alto, por encima del entorno y sus alrededores, Liza debe sentirse flotando, con la innegable ventaja de ir por la vida siempre subida en la jirafa de sí misma, elevada, levitando, inalcanzable.

Liza vive en un espacio vertical, por encima de las cenizas y de las sombras.

La tarea de valorar la longitud de unas piernísimas excede nuestras capacidades: se trata de algo absoluto que no se mide sólo en centímetros ni en la dimensión vertical de la altura, sino sobre todo por su efecto mujer sobre la mujer que lleva puestas las piernísimas, que es la que hace la nómina de sus huesos.

‘Mi metro está midiendo ya dos metros’ –dijo el poeta, según la más pura lógica del asunto. Las piernísimas se llevan con un orgullo grave, quizá de alcance abstracto y arrebatado como el de una llamarada.

Se trata de la vida social, escénica, donde todos, pero especialmente una mujer, se la juega, de manera que tiene que sujetar todas las riendas con firme naturalidad. Es la tiranía del rostro: las caras están ahí y se vuelven a mirar con insistente descaro a la mujer que se ha puesto las piernísimas que, al andar de las piernas de siempre, añaden un juego de articulación en dos tiempos. Esto es, ya se puede decir con propiedad que las mujeres con piernísimas deambulan, que era un verbo de uso difícil y redicho.

Quizá Liza se sienta cautiva, presa, prisionera de sus propias piernas, y cuando se acueste a dormir, las mire con desdén, y busque el sueño dándoles la espalda para no verlas.

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