amanda y amaranta

Oigo gritar de entusiasmo a mis vecinas, gemelas y hermosísimas, a través de la pared del baño. No entiendo lo que dicen, pero por sus gritos tal vez las ha telefoneado el muchacho que les gusta, o han aprobado un examen, o van a ir a un concierto de rap o las ha arrebatado una súbita euforia sin motivo. Al fin entiendo una frase, hermosísima y salvaje como ellas: “me cago en la puta madre que lo parió”. Con todo, me quedo sin saber la causa de su alegría.

A veces coincido con ellas en el ascensor. Una me enseña, con un orgullo que se me escapa, su nuevo corrector dental, metálico: “así podrás distinguirme de mi hermana”, dice sin malicia. La otra me ofrece un caramelo de menta, añadiendo: “creo que cago peor, pero me gustan”. Pues ya sabes, le digo sin acumularme, “que los caramelos de menta ponen la cosa contenta”; ella se ríe con desmesura, sin control.

Amanda y Amaranta, una duplicación de la realidad que me parece irreal cada vez que las veo; tanta belleza en dos mujeres que son como una mujer; mi cerebro no está preparado para ese prodigio, y por eso me quedo perplejo cuando las miro, y ellas lo notan, y me toman el pelo a su manera, que consiste en confundirme más, entre grandes risas y aspavientos se esconden detrás de la puerta del rellano y una de ellas saca la cabeza y la otra me enseña la pierna, y la cabeza me pregunta si es Amanda o Amaranta, y yo siempre contesto que Amanda, quizá por ser la más habladora de las dos, y entonces la cabeza me pregunta de quién es la pierna, y siempre contesto que de Amaranta, y nunca me dicen cuándo acierto, claro, porque en eso está el juego, y se ríen escandalosamente hasta que de pronto caen en la cuenta de que no deben reírse así, y se ponen serias las dos a la vez, pero sólo consiguen mantener la compostura unos segundos, porque enseguida vuelven al jolgorio, que es lo suyo.

Amanda y Amaranta, Amanda o Amaranta, un delirio, una hermosísima alucinación, la luna duplicada de pronto, una mujer que se mueve de dos formas al mismo tiempo, una mujer con cuatro ojos negros, con dos cabelleras morenas, densas y espesas, una mujer con cuatro larguísimas piernas.

Las gemelas son un contradiós, un prodigio, un fenómeno de la naturaleza, más que por gemelas, por su forma humana de ser y de no ser, por su carácter apache y desmesurado, por su increíble belleza. Hablan a gritos, con voz ronca, les encantan los enfrentamientos; son escandalosas y lloran enseguida por cualquier cosa, por pura emoción, por pura rabia, como niñas hipersensibles.

Cariñosas y voraces, bruscas y epidérmicas, salvajes y delicadas, impulsivas y amorosas, inmaduras y sabias, instintivas y soberbias.

La civilización no ha podido con ellas, son animales femeninos, hembras sanguinarias y crueles, mujeres indóciles y valientes. Van estudiando cosas absurdas que siempre suspenden, pero son altivas como princesas, con un derecho natural a existir como el de las montañas, como el de los ríos. Todo lo demás no importa.

Las gemelas llevan viento y sangre, mucho viento y mucha sangre, y eso se les nota en su forma de caminar, de volver bruscamente la cabeza, de entornar los ojos para mirar. Me pasaría la noche hablando de las gemelas, pero tengo cosas que hacer.

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