Sara Sampaio

Sara va de muchacha portuguesa de la vida, de la calle, del mundo. Sigue teniendo, claro, una belleza excepcional, hasta es posible que apreciemos más y mejor su belleza al verla en seco, en mortal, en humana a la que podríamos preguntarle dónde está la parada del tranvía –con el riesgo de no poder olvidarla nunca más-.

Luego, más tarde, otro día, los encargados harán que su belleza excepcional sea galáctica, increíble, mágica, insoportable: algo por lo que se podría morir. Ahora, con su bolsito al hombro y el pelo que no ha tenido tiempo de lavarse, Sara podría ser la vecina guapísima que, siendo niños, nos hizo sentir por primera vez el poderío de la belleza; los terribles síntomas del enamoramiento instantáneo y eterno; la imagen de una mujer que no podía ser solamente humana. Y mientras, Sara, siempre rodeada de pretendientes, iba haciendo sus cursos de contabilidad, de inglés, de informática, de vida.

Cuando nos cruzábamos con Sara por la escalera, nuestros cables de conexión con la actualidad, con la realidad, quedaban fundidísimos, y tardábamos dos o tres horas a reponernos de lo más crudo del calambrazo, claro, entre atontados, encantados y embelesados: felicísimos.

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